Hasta la vuelta Señor


El convento de San Diego es una inmensa ermita con su capilla, con los claustros cuadrados, muchas celdas, un precioso humilladero, una clásica fuente castellana, un jardín, un huerto y un gran bosque de eucaliptos que antes lo fueron de cedros, capulies y arrayanes.

Los claustros del piso superior son angostos, bajos de techo e iluminados con una que otra ventana a algún tragaluz que, produciendo durante la ida la indispensable claridad, impide la curiosidad de la mirada y concentra necesariamente el espíritu en el ambiente austero de santidad y recogimiento que rodea a este lugar. A un lado y otro de las antiguas celdas de los frailes, pequeños cuartos enjabelgados con cal, en algunos de los cuales aun se encuentra un lecho de madera con tejido de cuero, que cubierto de miserable estela, les servia para su descanso, ya de noche, ya en las horas de silencio. Algunas de esas celdas tienen una sola ventana alta en el techo con una puerta que funciona mediante un curioso sistema de cuerdas y poleas; otras tienen dos ventanas en una de las paredes, pero tan diminutas, que apenas el espíritu puede salir por ellas. Las puertas de entrada son de una sola hoja a sus marcos forrados de cuero para apagar el sonido, si la puerta es cerrada bruscamente.

La iglesia es un relicario de arte y recuerdos; allí la vista recorre maravillada el artesonado de lazo morisco que cubre el presbiterio, las afiligranadas labores de su púlpito, los restos de la antigua riqueza de la capilla de Chiquinquirá, los artísticos retablos de madera dorada con sus magníficas estatuas. Recorriendo el convento, la imaginación mas fria se exalta el espíritu más tranquilo y estoico es arrebatado hacia la Edad Media, donde reviven las admirables páginas que describen la vida de los monjes de occidente del conde Montelamber, dan pábulo a la imaginación. A pesar de la prolongada ausencia de los religiosos, el convento se ha destruido un tanto, pero no deja de impresionar su ambiente lleno de recuerdos y leyendas. Por la iglesia, por los claustros, por las celdas, cruza la silueta del celebre Padre Almeida, cuya leyenda no puede ni podrá separarse del convento sandiegano.

¿Quién no conoce en Quito la leyenda de aquel fraile en quien la tradición ha querido sintetizar una de las malas épocas de la religión franciscana en el Ecuador y pintado en su persona, al fraile que solía pasar algunas noches de claro en claro y no pocos de turbio relajamiento de la disciplina monástica del convento?

Era Don Manuel de Almeida, joven de 17 años, cuando entró como novicio en el Convento Seráfico de Quito, reanunció a todos sus bienes a favor de su madre y hermanas; devoto debió ser el joven, cuando abandonó una regular fortuna y los placeres de la edad, que los cambió por la disciplina monástica de su convento. No fue ningún pintado en la pared; lo demuestran los cargos altos que llegó a tener en la Orden: Definidor, Guardián, Mesero de Novicios, Predicador de Precedencia, Secretario de Provincia y hasta Visitador General. Pero cuando ingresó en el Convento, malos vientos corrían por los claustros; el demonio de la relajación ya estaba presente, desde la portería hasta el altar mayor, como resultado, la indisciplina había cundido de una manera escandalosa. Era la época en que los frailes se hacían arrastrar en coches y literas, jugaban a los naipes y tiraban escopeta por matar el tiempo y el convento era mirado, por alguno e ellos, como una gran casa posada a la que debía solamente ocuparse a ratos y desocuparse cuando a bien tuvieran, sea por la puerta, sea por el tejado. ¡Las veces que el hermano Síndico tuvo que pagar las tejas rotas por los frailes mozos!. El joven religioso de nuestra leyenda, no pudo, pues permanecer por mucho tiempo, libre del contagio.

Un buen día cedió a las tentaciones que le tendiera Satanás, por uno de sus compañeros del claustro y acudieron a comer, por la Noche Buena, unos ricos buñuelos a casa de cierta devota, que se creía honrada con la presencia nocturna de los relajados hijos de San Francisco. Cuatro de estos frailes fueron los que aquella noche saltaron las tapias, entonces bajas del convento, hacia las calles que conducen a Santa Clara y a la quebrada de Auqui y junto a la fuente del Sapo, se hallaba la casa, cuya puerta cedió fácilmente al primer empuje del mas confianzudo de ellos.

Cuando entraron a la casa en silencio se hizo general, llamando la atención el novicio Almeida, en actitud desairada encontró tendida por los suelos, un arpa casera, al compás de cuyos sones habían ingresado a la casa. No debió causarle buena impresión la frialdad del recibimiento; pero no pudo prolongarse el disgusto con que probaba la vida mundana del religioso, porque bien pronto desdoblose un biombo de siete mil colores y saltaron a media sala, como media docena de frailes dominicanos.

Así chicu, chicu, nuestro Padre San Francisco, fue el saludo de ellos, dando brincos y palmadas delante de los seráficos que seguido de carcajadas y bromas, hizo latir de gusto el corazón de Fray Almeida. Volvió el arpa a las manos del dominicano que la había soltado rápidamente para jugarles una broma a los hijos de San Francisco y en medio de los cantos y danzas, concluyeron los sabrosos buñuelos de aquella primera noche buena para Fray Manuel Almeida.

Era la hora del alba cuando regresó al convento, donde apenas se notó en el coro la falta de dos o tres religiosos que se habían quedado rezagados. Comer y rascar hasta empezar, dijo Fray Manuel al siguiente día, pidiendo a sus compañeros de la víspera que volvieran a llevarlo, aun cuando no fuera para comer buñuelos. A los pocos días, ya era él quien invitaba y después de algunas semanas eran todos los que debían contenerlo en los límites precisos de un escándalo religioso. Peor era imposible y ni Fray Mateo de San José, que se atrevió a hablar desde la cátedra sagrada, contra la vida relajada de sus hermanos, pudo convencerle de la necesaria moderación en el escándalo.

Un buen día, ya no le pudieron aguantar los mismos compañeros y los recluyeron en San Diego, para ver si así se moderaba. Todo en vano. Durante el día pasaba inquieto esperando la llegada de la noche para largarse muro abajo en dirección a la ciudad. Había estudiado con toda atención el mejor sitio para comodidad de su nocturna evasiva y visto que el Cristo enorme que se hallaba en el coro, al pie de la ventana que daba hacia la plazoleta, podía servirle de escalera, fue el camino que utilizó durante largo tiempo. Mucho debió ser cuando el mismo Cristo se cansó de aguantar las irreverencias del fraile. Cierta noche, que volvía sin duda, de las mil y una noches de sus escandalosas orgías, abrió los labios el Cristo y le dijo: –Hasta Cuando Padre Almeida? Levantó la vista el fraile y se repitió así mismo la interrogación impresionante, pero le trajo al vivo en su recuerdo, lo que afuera le esperaba; y entonces contestó sin vacilar:

-¡Hasta la Vuelta Señor!

En efecto, aquella noche fue la última. Regresando al amanecer, ya no fue a la celda. Se postró delante del Cristo, que ya no le volvió a hablar, y compungido le prometió poner punto final a sus desvaríos, como en efecto lo cumplió.

Aun existen los restos de la ermita que, muy encima del bosque, se fabricó Fraile Manuel para su recogimiento. El Cristo no ha variado de sitio. No obstante, hasta ahora, pregonan su memoria los villancicos que cada Navidad repiten los quiteños, durante la novena del Niño:

“Dulce Jesús Mío,

mi niño adorado

ven a nuestras almas

ven no tardes tanto

Versos que la piedad de fraile convertido, escribió junto a una Vía Crusis, en una autobiografía que desaparecieron en la misma época.

Tomado de Segundo Moreno Yánez, Pichincha Monografía, Quito, Consejo Provincial de Pichincha, 1981

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